La segunda generación del Mustang (1974-1978), no pasó a la historia
gracias a las prestaciones
ofrecidas y los modelos de estos años tampoco
dejaron una huella demasiado profunda en la memoria de los fanáticos de
los automóviles, como sí sucediera con su primera generación. Sin
embargo lo hizo como una de las que más se prodigaron en ventas, y esto a
pesar de las circunstancias socioeconómicas con las tuvo que convivir.
Precisamente la crisis del petróleo del 73, forzó en su día la
remodelación hacia la segunda generación, buscando la eficiencia y la
contención del despilfarro de combustible del que en ningún momento tuvo
que preocuparse el patriarca de la saga. Con 1978 llegaba la segunda
crisis del petróleo, suponiendo una vuelta de tuerca más en las
restricciones del crudo y un nuevo aumento de los precios del
carburante, que repercutieron en el repunte de la carestía de la vida en
términos generales.
En ese momento, Lee Iacocca, director general de Ford, decidió que era el momento para dar también una nueva
vuelta de tuerca a la eficiencia del Mustang y puso en marcha la
maquinaria de centralita de coche para traer al mundo la tercera generación. La situación
delicada de toda la industria automotriz mundial en general, había
comenzado a dar lugar a alianzas comerciales como la de la propia Ford
con Mazda, adquiriendo el 25% de las acciones del fabricante japonés. De
hecho Iacocca, había tomado ejemplo de las empresas europeas del
sector, que aunque influidas también por la escalada de los costes del
preciado líquido, llevaban un mayor trayecto recorrido en el camino de
la eficiencia que la malacostumbrada sociedad americana. El Mustang
recibió una gran dosis de esa influencia, virando hacia una concepción
europeizada del mito.